David Alleno vivió para morir. Aunque si somos más precisos, lo que realmente le importaba a David era dónde iba a quedar su cadáver.
Nació en Buenos Aires en 1854. En 1881 entró a trabajar al cementerio de La Recoleta, un cementerio para chetos.
Quizás lo que nunca entendió David es que él estaba ahí para servir: limpiar, acomodar, cuidar…
Se obsesionó. Pasó noches sin comer, ahorró al extremo. Todo lo que ganaba tenía un destino: una parcela en el cementerio de los chetos. Y lo logró. Pero no paró. Ahora quería que su bóveda tuviera una estatua suya. Aprovechó que su hermano le dio unos mangos de ese billete de lotería ganador.
Se trajo la estatua en el barco
Tomó un barco y se fue a Italia. Ahí se encontró con el escultor Achille Canessa, un viejo amigo de su padre. Le encargó una estatua con su figura en tamaño natural. Y que lo hiciera con la ropa de trabajo, escoba, balde, regadera y el manojo de llaves de todos los panteones.
Y un pedido especial: que al pie dijera “David Alleno, cuidador de este cementerio del 1881 al 1910”. La subió al barco y se volvió.
Pero… ¿Cómo sabía David que iba a morir el mismo año en el que encargó la estatua?
Avisó a sus jefes que ya no iba a ir a trabajar. Fue a su casa y se pegó un tiro. Hasta acá una versión. Otra dice que se envenenó, otra que en realidad murió en 1915 tras un golpe en la cabeza… No hay una oficial y final.
Lo que sí se sabe es que David logró su objetivo: entró a lo más alto de la sociedad porteña, aunque ello le llevara la vida.